Los ojos grises estaban prestos para volar en torno al recién llegado. El cabello, largo y sucio, colgaba de su cabeza como un deteriorado tapiz de antiguo esplendor, rozando el fulgor plateado de la armadura golpeada.
El hombre la miró de pies a cabeza. Su odio se contuvo. Él no había desenvainado y atacar era, en ese caso, contra las reglas de cortesía. Parecía renuente. Su rostro pasó del asombro a la burla.
-Ya casi no quedan hombres que puedan oponerse a mis ejércitos. Mañana seré rey de estas tierras.
La mujer dudó. No había nada que pudiera decir. Él no se apartaría. Pensó en relajar apenas su guardia. Pero creyó ver en esos ojos profundos la sombra de una finta, de un engaño. Aferró un poco más fuerte la espada.
-Pensé que este reino tendría más hombres dispuestos a luchar. Preparé a mis fuerzas para romper una dura nuez… Y finalmente me encuentro con una niña cualquiera cubierta de acero.
-¡No soy una niña! ¡Soy una mujer! ¡Soy una mujer con un nombre, una espada y un destino!
En el tiempo que tardó en decirlo, el invasor tomó conciencia de la profundidad de su deseo, y echó mano al acero.
La mujer dio dos pasos hacia su enemigo, blandiendo fieramente la espada del esposo que yacía, casi muerto, en el castillo a sus espaldas.