La visión

-Yo sé lo que vi. Estaba ahí.

Los demás siguieron mirándolo, cada uno con la misma sonrisa torcida en la boca. Uno de ellos se rió entre dientes.

-Claro, amigo. Claro. Viste un ángel.

Él se incorporó un poco más, sacando pecho, como si eso pudiera hacer la diferencia.

-Sí... era un ángel. Era hermoso.

Ahora sí, sus compañeros de habitación se largaron a reír. Alguno, cada tanto, lanzaba una palabrota de burla.

-¡Un ángel! ¡Y acá nomás, por supuesto!

Uno de ellos intentó armar un chiste entre risotadas, pero le faltó el aliento. Rápidamente su pecho se desinfló, volvió a encorvarse un poco y la seguridad huyó de su rostro. Sabía que lo había visto...

Mientras las risas seguían rebotando entre las paredes descascaradas, dio una vuelta en silencio y se fue de la habitación.

Lo había visto... claro que lo había visto. Pero no serviría de nada insistir. No solo no le creerían: no lo entenderían.

Y no podía pretender que lo entendieran... eran sus compañeros de desgracia, pero no sus amigos. Estaban ahí por conveniencia, como todos los demás descastados que habían tenido que sobrevivir de lo que daban las calles: asaltos, robos, hurtos, arrebatos, algún que otro asesinato... Personas que no podían creer en nada bueno ni bello. Personas que no tenían fe ni esperanza. Él, pensó, era la excepción, no la regla.

Caminó un poco, mascullando algunas maldiciones, hasta que se calmó. La casa abandonada, al menos, les servía de refugio. Allí nadie los molestaba y podían dedicarse a sus asuntos sin ningún tipo de influencia externa. Pero cada vez los soportaba menos... Deseaba poder estar en otro lugar, no haber tomado ciertas decisiones...

Cuando levantó la vista, vio que estaba en el mismo lugar en donde todo había pasado.

Afuera la lluvia era intensa, y seguramente la niña había entrado para protegerse. Debía tener, como mucho, unos ocho años, pero estaba desnutrida, y algo le dijo que tal vez tenía más y no los aparentaba. Su ropa raída no le proveía de ningún abrigo, y estaba totalmente empapada; tiritaba del frío.

La casa tenía las puertas abiertas, literalmente, para cualquiera. Años de abandono había hecho que hasta las maderas que tapiaban las ventanas terminaran astillándose y desarmándose. Era sorprendente que todavía no hubieran colapsado. Sin embargo, seguía ahí, sin ser reclamada por los vivos, en parte porque daban a un callejón olvidado, con muy poco tránsito, del que se podía entrar y salir sigilosamente.

Así había podido ingresar, sin que nadie siquiera se diera cuenta.

La observó por unos segundos. La niña apenas le dirigió una mirada a la casa; si bien el techo era, en algunas partes, un colador, era mucho mejor que estar afuera, a la intemperie. Allí dentro el viento era solo un sonido y el agua, como mucho, le mojaría los pies. Ella simplemente se quedó ahí parada, temiendo que alguien saliera a retarla y a echarla a la calle, hasta que sus espasmos de frío fueron incontrolables y tuvo que dejarse caer en una esquina.

No pudo ver su rostro; su larga cabellera castaño oscuro, pegada a su cara y a su ropa, se la cubrió en todo momento.

Ella se quedó ahí, sentada, unos segundos que a él le parecieron minutos. Luego, queriendo conocer su rostro, se le acercó lo más sigilosamente posible.

Tal vez eso fue lo que hizo aparecer al ángel.

Apenas dio dos pasos, lo vio materializarse por la misma entrada que había utilizado la niña. Era enorme; sus alas apenas cabían en el corredor. Se avalanzó sobre ella, todo cariño, con una mirada de compasión tan sólida como suave. Se arrodilló y la abrazó, tanto con sus brazos como con sus alas. Escuchó entonces el apagado quejido de un llanto; pudo verla secándose las lágrimas con unos puños diminutos, sucios de barros.

La niña dejó de llorar, y entonces el ángel le dirigió una mirada.

Pensó que lo fulminaría, pero no fue así.

Sin embargo, solo pudo articular unas pocas palabras.

-Yo... yo no... no iba a...

El ángel sonrió ligeramente y volvió a dirigir su atención hacia la niña, que ahora se acomodaba los cabellos húmedos. Solo entonces pudo ver su rostro.

El ángel se levantó y se alejó un poco, regresando sobre sus pasos pero sin quitarle los ojos de encima. La niña miró hacia todas partes, confundida. Afuera la lluvia continuaba y ya los charcos, alimentados por las goteras, crecían tanto que amenazaban con llegar a sus pies.

Él escuchó murmullos de risotadas en la sala. La niña seguramente los oyó también, y giró su cabeza, asustada. Pudo ver, por unos segundos, su rostro con una claridad tan grande... El ángel aprovechó esto para convencerla de que se levantara, y luego la guió de nuevo hacia el pasillo y la puerta de entrada.

Antes de que desaparecieran de su vista, los siguió. Afuera, la lluvia parecía haber disminuido. Mientras la niña se acercaba a la puerta, guiada por su ángel, una pareja llegó caminando y la vio. Conmovido por la escena, el hombre se quitó el abrigo y se lo colocó encima, mientras la mujer, llevándose las manos al rostro en señal de asombro, luego la abrazó y la tomó de la mano.

Los tres desaparecieron de su vista en un parpadeo. Las alas luminosas del ángel tardaron unos segundos más en desaparecer, pero luego también lo hicieron, y solo quedó la calle vacía.

¿Cómo podían entenderlo?

Escuchó de nuevo las risas, y pensó que ahora se estarían burlando de él. Esas mismas risas que habían ahuyentado a la niña...

¿Cómo podían creerle, si en ellos había muerto toda esperanza?

Pero él todavía escondía alguna... y el que hubiera visto a ese ángel, pensó, lo demostraba.

Cerró los ojos, en un gesto completamente inútil para un espíritu, y recordó ese rostro... en ese rostro en el que había adivinado los hermosos rasgos de su esposa, ¿dónde estaría ahora?, que lo había dejado cuando el delito lo apartó de su familia. El rostro de esa mujer a la que había amado como ninguna otra, a la que había protegido y a la que le había fallado, también muchas veces. Ese rostro que ya no vería nunca más...

Y cuando el ángel guardián había calmado a la niña, en ella había visto, o mejor dicho, había adivinado, el rostro que su bebé debía tener ahora mismo, esa pequeña vida que había tenido que cambiar por la vida en la cárcel y después por la violencia de las calles. Esa otra mujer a la que también le había fallado, casi sin haberla conocido.

¿Cómo podían sus compañeros de celda entender todo eso?

El recuerdo se esfumaba... En realidad, ¿cómo podía recordar a una niña que nunca había visto? Pero aquella pequeña bien podría ser la suya... ¿cómo saberlo? Esos mismos ojos negros, ese mismo cabello castaño oscuro...

Y el ángel, como un pedazo del cielo, trayendo el recuerdo de su esposa...

Como un pedazo de cielo, del cielo al que ya no podría llegar...

Abrió los ojos y comprendió que estaba sonriendo. Si hubiera podido, hubiera llorado de alegría.

¿No había visto ese pedazo de cielo? Si había pasado una vez, podía pasar de nuevo... Si cada ángel era un trozo de ese paraíso prohibido, ¿qué mejor que quedarse allí, esperando al menos las migajas de esa salvación tan lejana?

Su sonrisa creció... no era necesario que otros lo entendieran. Si él lo hacía, eso era suficiente. Si él creía, tal vez pronto, tal vez en cualquier momento, aquella niña volvería, o alguna otra persona perdida aparecería... y con ella, sus ángeles de la guarda estarían allí, trayendole ese rayo de sol en aquél pozo en el que él mismo se había enterrado.

Tal vez, pensó, tal vez era ese, justamente, el pago de aquella esperanza que todavía no se le había apagado, esa que sus compañeros habían abandonado incluso antes de morir.

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